A carriage of one’s own (in English)

 

Estaba en la Ciudad de México de marzo a junio de este año. Casi todos los días usaba el metro para llegar a donde iba. Me apretaba junto a cientos de otros; pasábamos, apretados, por los torniquetes de las estaciones y subíamos, apretados, a los vagones que se paran cada dos o tres minutos, llevando los pasajeros desde las 5 de la mañana hasta la medianoche por las 12 líneas, sus 195 estaciones, y los 226.5 kilómetros de una de las más grandes y más densamente pobladas ciudades del mundo.

Mientras el Sistema de Transporte Colectivo de la Ciudad de México tiene muchas características que la definen para esta usuaria (la tipografía e iconografía de Lance Wyman de los inicios de los años 70; el Paseo de los Libros entre Metro Pino Suarez y el Zócalo; el Túnel de la Ciencia en el Metro La Raza; vendedores, oradores, y músicos ambulantes; el ocasional perro o gato dentro de una caja), la que más me impresionó son los vagones marcados para mujeres y niños menores a los 12 años. Nunca había vivido vagones exclusivamente para pasajeras, aunque sí son frecuentemente propuestos para ciudades australianas con el mismo propósito que tienen en México, junto con muchos otros países como Israel, Japón, India, Egipto, Brasil, y Malasia: es decir, de reducir la incidencia del abuso sexual y otros tipos de violencia en contra de las mujeres que ocurren en público, al alejar a los hombres de ellas. Secciones en el transporte público exclusivamente para mujeres pretenden protegernos de las conductas violentas, tales como los piropos, la manoseada, el acecho, los ataques violentos, y la violación, al simplemente segregarnos de los hombres.

Como experiencia vivida físicamente, este momento diario de separación reencaminaron algunos de los sentidos que había llegado a movilizar como mujer que movía sola por la ciudad (sin mencionar viajar sola como mujer proveniente del otro lado del mundo). Cuando cruzaba la línea sobre el andén que demarcaba el espacio donde las mujeres esperaban, para subirme al vagón señalado para solo mujeres, sentía mis hombros y mi estómago relajar muy ligeramente. Aquí, sabía, había una muy reducida probabilidad de tener que defenderme en contra de preguntas sobre si estuviera casada o si tuviera novio o hijos y por qué estuviera viajando sola, o que me chiflaran o pidieran mi teléfono o que me advirtieran de los peligros de la Ciudad de México (¡!) o simplemente que me acosaran con su plática; o cualquier intrusión que hubiera yo llegado a esperar. Este descanso casi imperceptible es un movimiento que mi cuerpo no hace en el transporte público en Sídney donde vivo; y eso no es porque la conducta de los hombres en Sídney necesariamente exija menos vigilancia de una mujer viajando sola en público. Si haya estado o no más protegida de las incursiones de los hombres dentro de un espacio designado exclusivamente para mujeres no importaba; me sentía más protegida, y la composición y compostura de mi cuerpo cambiaron bajo el signo de esa protección.

El espacio todavía se veía infringido por los tipos. Una mañana, mientras intentaba dormirme en el camino entre Metro Revolución y Tasqueña, me sobresalté con el grito de una mujer. Al voltear la cabeza, me di cuenta de que los gritos provenían de una diminuta mujer cerca de la edad de mi abuela y que se dirigían a un joven que había intentado subirse a nuestro vagón lleno de mujeres. Ella le decía que se quedara en los vagones mixtos. El día siguiente la misma sección del andén estaba vigilada por un policía en uniforme, algo que vi unas cuantas veces más durante el tiempo que usaba el metro, como medio de asegurar la separación, aunque yo hubiera querido que dejaran esa tarea a personas como mi abuela suplente. Otro día noté que habían agresivamente tachado ‘Damas’ e impuesto ‘Caballeros’ con plumón en uno de los letreros del andén. Por otro lado también observé la separación vista de una manera más favorable por algunos, como la joven pareja en el andén del Metro Centro Medico, que se besaban agarrados de la mano hasta que llegara el tren, cuando subieron a vagones separados; ella por la puerta de la sección de mujeres.

La violencia en contra de la mujer fue el tema de unas movilizaciones feministas especialmente visibles en la Cuidad de México cuando andaba yo ahí, incluyendo la primera marcha nacional en contra de la violencia de género el 24 de abril, la cual tomó fuerza vía Twitter el día anterior con el hashtag #miprimeracoso, donde miles contaron su primera memoria de haber sido acosadas sexualmente, lo cual, como lo mejor de los hashtags de solidaridad Twitter, convirtió un problema privado, el abuso, en una categoría públicamente contestable, la de la violencia de hombres en contra de mujeres. En esta línea la marcha se enfocó en el hostigamiento en la calle y en el transporte público, conectándolo al espectro de violencia cometida en contra de la mujer en el hogar y a la persistente crisis de feminicidio.

Como sugiere el alcance de este activismo, enfrentados con tan complejo y arraigado odio a la mujer, que a menudo tiene sus peores manifestaciones en el ámbito privado, ¿qué pueden hacer espacios exclusivamente para mujeres en el transporte público, especialmente si los límites no se hacen cumplir? ¿Cómo pueden estos espacios resguardar la seguridad para alguien afuera del vagón delimitado o afuera de las líneas pintadas en el andén? Alrededor del mundo, como reportó The Guardian el año pasado, la evidencia es, a lo mucho, ambivalente en cuanto a su utilidad en la prevención de la violencia en contra de mujeres. Y, además, no sabemos qué tan amigable sean estos espacios con la comunidad transgénero o con la comunidad queer o para mujeres discapacitadas, y no sabemos si protejan a mujeres de otros tipos de violencia, como la violencia racial o la violencia de otras mujeres.

Aún así, basado en la experiencia corporal de mi experiencia del metro en la Ciudad de México, le daría la bienvenida a algún experimento parecido con espacios exclusivamente para mujeres en el transporte público en las ciudades de Australia. Aunque sólo fuera por eso, estos espacios ofrecen un respiro de la mirada masculina y de la amenaza de la violencia de los hombres para las que pasamos nuestros días como mujeres en público. Y eso quizás sea suficiente para que valga la pena, mientras trabajemos en transformar la cultura de la violencia misógina en general.

 

Translation by Elian Jane.

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Ann Deslandes

Ann Deslandes is an Australian researcher and writer who lives in Mexico City. Most recently, her words have appeared in Ms. magazine, PRI.org’s Across Women’s Lives, and Overland. She is a proud member of the MEAA and former activist with the Australian Services Union and National Tertiary Education Union.

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